Habían pasado algunos días y me encontraba francamente bien, por lo menos en cuanto a mi estado físico. Debo agregar, además, que tenía que vérmelas a diario con una inyección anti rábica la cual – por la época – era puesta en el ombligo. Que indescriptible dolor, que espantosa sensación percibir como el agudo acero perforaba mi estómago y luego sentir como el líquido de la vacuna traspasaba mis paredes abdominales. Cada vez que veía al doctor Aurelio entrar a mi cuarto, un temblor incontrolable me embargaba. Sin embargo, jamás hice exclamación alguna de dolor, jamás proferí ni siquiera una queja. Todo lo aguanté estoicamente, cada pinchazo era una nueva carga en el peso de mi odio y resentimiento hacia Camila.
Emocionalmente estaba bastante mal, aún cuando me recuperaba normalmente de las heridas, bastaba que escuchara algún maullido de la gata para que mi piel se erizara de terror. Ese maldito animal me había provocado un estado de psicosis que me duraría unos cuantos años.
Pese a las alteraciones que sufrí cada vez que escuchaba a la gata, mi cabeza no dejaba de hacer cálculos, realizar planes y establecer estrategias. Desde el momento en que recuperé el conocimiento sólo pensaba en la manera en que mataría a esa desgraciada gata.
Una vez recuperado ya tenía en mi cabeza todo un plan para hacer desaparecer de la faz de la tierra a la gata: Primero debería ganarme su confianza, debo aclararles que la animadversión que yo sentía hacia la gata era correspondida. Es más, estoy seguro de que la muy infeliz deseaba deshacerse de mi tanto como yo de ella. En segundo lugar, debía hacer que la gata sintiera afecto por mi, necesitaba que ella sufriera al sentirse traicionada. Por último, debería diseñar la manera en que moriría de tal forma que su sufrimiento fuera mucho, yo necesitaba que su dolor fuese largo, intolerablemente largo. Ella debía sufrir de maneras indecibles. Esta último objetivo ha sido a lo largo de mis años centro de mis acciones, matar sin sufrimiento no tiene sentido, es un final vacío, sin dolor, sin sufrimiento el arte de matar no tiene fundamento.
La primera parte de mi plan fue la más difícil, Camila era un animal taimado que no se dejaba seducir por mis palabras melosas, mis intentos por acariciarla o mis constantes regalos de comida. Sin embargo, ese recelo fue cediendo poco a poco hasta que permitió que la cargara, la acariciara y la alimentara cuando lo deseaba. Mi madre, más que mi padre, se sintió feliz de ver como mi relación con el animal se había transformado en una casi entrañable amistad.
La segunda parte del plan simplemente surgió debido a la primera, al confiar en mi, la gata me regaló su cariño, cuando llegaba de la escuela maullaba emocionada, se recostaba contra mis piernas y hasta dormía en mi cama.
La tercera parte del plan fui desarrollándola a medida que las otras dos etapas se cumplían. Debía en primer término ubicar un sitio donde pudiera hacer con la gata todo lo que se me antojase. El lugar debía ser lo suficientemente seguro para que nadie pudiera escuchar o entrometerse. De igual manera me di a la tarea de buscar algunas herramientas que sirvieran a mis vengativos propósitos. Ubiqué para ello unas tijeras pequeñas de esas que se usan para jardinería, cinta adhesiva industrial y una grapadora que estaba en el escritorio de mi padre.
Después de algunas semanas de preparativos ubiqué el sitio ideal, un terreno baldío a pocas cuadras de mi casa donde los vecinos acostumbraban a botar aparatos como televisores, lavadoras y otros electrodomésticos. Era una especie de basurero de línea blanca que me permitía ocultarme sin mayores problemas.
Un sábado, lo recuerdo perfectamente, mis padres salieron a hacer mercado. Había llegado el momento. Busqué las cosas que habría de utilizar, las metí en mi morral de la escuela y busqué a Camila, luego de llamarla dos o tres veces apareció la gata. La tomé en mis brazos cariñosamente y salí a la calle.
En el camino Camila no dejaba de ronronear, se hallaba feliz de estar en mis brazos. Al llegar al basurero miré a los lados verificando que nadie me viera entrar ahí – previsión absurda, ¿a quién podrían importarle un niño y su gata?
Una lavadora que descansaba sobre una nevera ladeada en la tierra me sirvió de pared. Tomé a Camila entre mis manos y la lancé contra uno de los filos del dañado aparato con todas mis fuerzas. La gata no tuvo tiempo de reaccionar. Dos golpes secos fue lo único que se escuchó, uno cuando chocó contra la lavadora y el otro al caer contra el sueño. De inmediato me acerqué al animal que yacía en el suelo. Necesitaba percatarme de que estuviera inconsciente. Un rápido movimiento de sube y baja en su pecho me indicó que respiraba aún, luego de esas comprobaciones saqué todos mis utensilios del morral.
Corté un gran trozo de cinta adhesiva y procedí a envolver el hocico del animal para evitar una mordida, tuve especial cuidado para evitar tapar sus ojos o su nariz, necesitaba que Camila pudiera ver todo lo que le haría y al mismo tiempo necesitaba que siguiera respirando.
Para sus cuatro patas y sus afiladas uñas utilicé otros tantos pedazos de cinta, no necesitaba que la gata me arañase, un trozo de mecatillo me permitió atar sus patas de tal modo que no podía levantarse y menos aún correr.
Después de todos esos preliminares sólo me quedó esperar, fue así como después de unos diez o quince minutos – no recuerdo exactamente cuanto tiempo esperé – Camila despertó. Sus ojos se abrieron desorbitados y empezó a patalear tratando de moverse, sin embargo mis ataduras soportaron todo lo que hizo, yo la miraba encantado, sin embargo, ella aún no se había dado cuenta de mi presencia. Sin embargo en un momento determinado nuestros ojos se cruzaron y pude ver en su mirada el terror que yo le estaba produciendo en ese momento. Sonreí encantado, me sentía dueño del mundo.